Hannah Arendt

Marta Campos - Redactora

Hannah arendt cartel

 Para la filósofa, pensar libremente es una necesidad imperiosa. Una obsesión. Casi un desorden de personalidad.

Me resulta casi imposible ir al cine a ver la historia de una filósofa. La vida de alguien que se pasa la vida sentada, fumando y pensando me parece la antítesis del cine, una garantía de aburrimiento pagado.

Hannah arendt cartel

Pero Hannah Arendt no se pasó la vida sentada. Fue estudiante predilecta y amante de Martin Heidegger, brillante metafísico repudiado por su amabilidad con el nazismo. Como judía, la propia Hannah Arendt tuvo que huir de la Alemania nazi y pasó una temporada en un campo de refugiados francés antes de conseguir un salvoconducto a los Estados Unidos, donde se convirtió en una brillante teórica del poder y sus excesos.

Eso no la hizo precisamente un best seller. Su obra más profunda, Los orígenes del totalitarismo, hereda al estilo denso y riguroso del pensamiento alemán, de Kant a Hegel, lo que significa que, si quieres leerla, necesitarás un doctorado en algo.

Aún así, asisto a ver Hannah Arendt a regañadientes, y con la esperanza de que algún chismecito intelectual, alguna anécdota de guerra, me redima del sopor de una película sobre una idea filosófica.

Y, sin embargo, Hannah Arendt me cautiva. Narra la experiencia de la filósofa en 1961, cuando Arendt viajó a Jerusalén para informar sobre el juicio al genocida nazi Adolf Eichmann. Su reportaje, publicado por The New Yorker con el título Eichmann en Jerusalén, produjo una intensa polémica. Sus enemigos la acusaron de “antijudía” y “pronazi”, a pesar de ser judía ella misma.

Hannah arendt

Lo que le atrajo las iras de la comunidad judía fue su teoría de la “banalidad del mal”. El estado de Israel quería un monstruo. Necesitaban retratar a Eichmann como una bestia sedienta de sangre y, con ese fin, transmitieron por radio el proceso entero. En cambio, para Arendt, Eichmann no era más que un funcionario que cumplía su trabajo, cegado por el sistema ante el horror de lo que hacía. Nunca mató a un judío con sus manos, y es posible que ni siquiera los odiase de modo personal. Tan solo cumplía con sus funciones. Nada de eso justifica a semejante alimaña, claro. Lamentablemente, el mal en sí radicaba más allá de él, en una estructura estatal sostenida por todos los alemanes, incluso sus víctimas. Él era un sirviente.

Muchos amigos de Hannah Arendt le retiraron la palabra después de leer su reportaje, entre ellos expatriados como ella y antiguos compañeros sionistas. Las autoridades universitarias le exigieron su renuncia, que se negó a firmar. Fue objeto de ostracismo y escarnio público.

Lo único que había hecho fue tratar de explicar a los asesinos, de decir quiénes eran y cómo pensaban. Necesitaba saberlo. Porque ella había amado a un pensador brillante pero diletante que aceptó a los nazis. Y había vivido con gente que los apoyó. Quizá, de haber sido otra persona, habría sido uno de ellos, al menos tangencialmente, como Günter Grass o Ratzinger.

Para Hannah Arendt pensar libremente es una necesidad imperiosa. Una obsesión. Casi un desorden de personalidad. Y por eso, esta película logra lo que pocas cintas sobre ideas: conmover.

La figura de Hannah Arendt es un ejemplo de la pasión por el
pensamiento y la búsqueda incansable de la verdad. Una vida marcada por el
exilio, la lucha contra el nazismo y la reflexión profunda sobre la naturaleza
del poder.

La película Hannah Arendt, dirigida por Margarethe von
Trotta y estrenada en 2012, narra uno de los episodios más controvertidos de su
vida: su cobertura del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén en 1961.

Hannah arendt

Arendt había estudiado filosofía en Alemania, donde se
convirtió en la amante de Martin Heidegger, uno de los filósofos más
importantes del siglo XX, pero también un ferviente nazi. Como judía, Arendt
tuvo que huir de la Alemania nazi y pasó una temporada en un campo de
refugiados francés antes de conseguir un salvoconducto a los Estados Unidos.

Allí se convirtió en una brillante teórica del poder y sus
excesos, especialmente en su obra Los orígenes del totalitarismo, que denuncia
las atrocidades del nazismo y el estalinismo.

En 1961, Hannah Arendt viajó a Jerusalén para informar sobre
el juicio a Adolf Eichmann, uno de los principales responsables del Holocausto.
Su reportaje, publicado por The New Yorker con el título Eichmann en Jerusalén,
produjo una intensa polémica.

En el reportaje, Arendt explica su teoría de la “banalidad
del mal”. Para ella, Eichmann no era un monstruo sediento de sangre, sino un
funcionario que cumplía su trabajo, cegado por el sistema ante el horror de lo
que hacía.

Según Arendt, el mal no radicaba en Eichmann, sino en la
estructura estatal sostenida por todos los alemanes, incluso sus víctimas. Él
era un sirviente, un engranaje más en una máquina de muerte.

Esta teoría fue muy controvertida en su momento y le valió
las críticas de la comunidad judía, que quería retratar a Eichmann como un
monstruo para justificar su propia lucha contra el nazismo. Para ellos, la
teoría de la “banalidad del mal” era una traición a las víctimas del
Holocausto.

Pero para Hannah Arendt, explicar la naturaleza del mal era
una necesidad imperiosa. Como ella misma dijo: “La lección que debemos aprender
del Holocausto no es que los hombres son malvados, sino que el mal es algo que
se puede hacer por sistema”.

La película Hannah Arendt muestra el proceso de escritura
del reportaje y las reacciones que desató. Arendt fue objeto de ostracismo y
escarnio público, y muchos amigos le retiraron la palabra después de leer su
reportaje.

Pero ella mantuvo su postura y defendió su teoría hasta el
final, incluso cuando le exigieron su renuncia en la universidad. Para ella,
pensar libremente era una necesidad imperiosa, una obsesión casi un desorden de
personalidad.

Hannah Arendt es un ejemplo de la importancia del
pensamiento crítico y la reflexión profunda sobre la naturaleza del poder y el
mal.

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